Transcurrido el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro”. Así comienza San Marcos la narración de lo sucedido aquella madrugada de hace dos mil años, en la primera Pascua cristiana. Jesús había sido sepultado. A los ojos de los hombres, su vida y su mensaje habían concluido con el más profundo de los fracasos. Sus discípulos, confusos y atemorizados, se habían dispersado. Las mismas mujeres que acuden para realizar un gesto piadoso, se preguntan unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?
La epopeya de Jesús de Nazaret no termina con su muerte en la Cruz. La última palabra es la de la Resurrección gloriosa. Hoy la Iglesia, llena de alegría, exclama: éste es el día que ha hecho el Señor: ¡gocémonos y alegrémonos en él! Grito de júbilo que se prolongará durante cincuenta días, a lo largo del tiempo pascual, como un eco de las palabras de San Pablo: puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra; porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios.
Una buena forma de vivir la Pascua consiste en esforzarnos por hacer partícipes de la vida de Cristo a los demás, cumpliendo el mandamiento nuevo de la caridad, que el Señor nos dio la víspera de su Pasión: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros. Cristo resucitado nos lo repite ahora a cada uno. Nos dice: ámense de verdad unos a otros, esfuércense todos los días por servir a los demás, estén pendientes de los detalles más pequeños, para hacer la vida agradable a los que conviven con ustedes.
Este fue el carisma con el cual celebramos el pasado lunes en nuestro colegio la Pascua de Resurrección.